Comentario
CAPÍTULO XII
Llega el ejército a Colima, halla invención de hacer sal y pasa a la provincia Tula
Seis días estuvieron los españoles en el pueblo llamado Quiguate, y al seteno salieron de él y, en cinco jornadas que caminaron siempre por la ribera del río de Casquin abajo llegaron al pueblo principal de otra provincia, llamada Colima, cuyo señor salió de paz y recibió al gobernador y a su ejército con mucha familiaridad y muestras de amor, de que los castellanos holgaron no poco, porque llevaban nueva que los indios de aquella provincia usaban traer hierba en las flechas, de que los nuestros iban muy temerosos porque decían: "Si a la ferocidad y braveza que los indios tienen en tirar sus flechas le añaden tósigo, ¿qué remedio podremos tener nosotros?" Mas hallando que no la usaban, recibieron con mayor regocijo la amistad de los colimas, aunque les duró poco, porque dentro de dos días se amotinaron sin ocasión alguna y se fueron al monte el curaca y sus vasallos.
Los nuestros, habiendo estado en el pueblo Colima un día después de la huída de los indios, recogiendo bastimento para el camino, siguieron su viaje y caminaron atravesando unos campos de sementeras fértiles y por unos montes claros y apacibles para andar por ellos, y, al fin de cuatro días de camino, llegaron a la ribera de un río donde se alojó el ejército. Ciertos soldados, después de haber hecho su alojamiento, se bajaron paseando al río y, andando por la orilla, echaron de ver en una arena azul, que había a la lengua del agua. Uno de ellos, tomando de ella, la gustó y halló que era salobre, y dio aviso a los compañeros y les dijo que le parecía se podría hacer salitre de aquella arena para hacer pólvora para los arcabuces. Con esta intención dieron en la coger mañosamente, procurando coger la arena azul sin mezcla de la blanca. Habiendo cogido alguna cantidad, la echaron en agua y en ella la estregaron entre las manos y colaron el agua, y la pusieron a cocer, la cual, con el mucho fuego que le dieron, se convirtió en sal algo amarilla de color, mas de gusto y de efecto de salar muy buena.
Con el regocijo de la nueva invención y por la mucha necesidad que tenían de sal, pararon los españoles ocho días en aquel alojamiento, e hicieron gran cantidad de ella. Algunos hubo que, con el ansia que tenían de sal, viéndose ahora con abundancia de ella, la comían a bocados sola, como si fuera azúcar, y a los que se lo reprehendían les decían: "Dejadnos hartar de sal, que harta hambre hemos traído de ella." Y de tal manera se hartaron nueve o diez de ellos, que en pocos días murieron de hidropesía, porque a unos mata la hambre y a otros el hastío.
Los españoles, proveídos de sal y alegres con la invención del hacerla cuando la hubiesen menester, salieron de aquel alojamiento y provincia, que ellos llamaron de la Sal, y caminaron dos días para salir de sus términos, y entraron en los de otra provincia llamada Tula, por la cual caminaron cuatro días por tierras despobladas, y el último de ellos, a medio día, paró el ejército en un hermoso llano, donde se alojó. Y aunque las guías dijeron al gobernador que el pueblo principal de aquella provincia estaba media legua de allí, no quiso que la gente pasase adelante porque habían caminado seis días sin parar y quería que entrasen otro día, habiéndose refrescado, en aquel alojamiento. Empero, él quiso ver el pueblo aquella misma tarde, para lo cual eligió sesenta infantes y cien caballos que fuesen con él a reconocerlo. Estaba asentado en un llano entre dos arroyos, cuyos moradores estaban descuidados, que no habían tenido noticia de la ida de los castellanos. Mas luego que los vieron, tocaron arma y salieron a pelear con todo el buen ánimo y esfuerzo que se puede decir. Empero lo que admiró muy mucho a los nuestros fue ver que entre los hombres saliesen muchas mujeres con sus armas y que peleasen con la misma ferocidad que los varones.
Los españoles arremetieron con los indios y los rompieron y, revueltos unos con otros peleando, entraron en el pueblo, donde tuvieron bien que hacer los cristianos, porque hallaron enemigos temerarios que pelearon sin temor de morir y, aunque les faltasen las armas y las fuerzas, no querían darse a prisión sino que los matasen. Lo mismo hacían las mujeres, y aun se mostraban más desesperadas. Durante la pelea entró en una casa un caballero del reino de León, llamado Francisco de Reynoso Cabeza de Vaca, y subió a un aposento alto que servía de granero, donde halló cinco indias metidas en un rincón, y por señas les dijo que estuviesen quedas, que no quería hacerles mal. Ellas, viéndole solo, arremetieron con él todas juntas y, como alanos a un toro, le asieron por los brazos, piernas y cuello y una de ellas le hizo presa del viril. El Reynoso, sacudiendo con gran fuerza todo el cuerpo y los brazos para desembarazarlos y defenderse a puñadas, estribó recio sobre un pie y rompió el suelo de la cámara, que era de un cañizo flaco, y se le sumió el pie y la pierna hasta lo último del muslo, y quedó asentado en el suelo, con que le acabaron de sujetar las indias y, a bocados y puñadas, lo tenían a mal partido para matarlo. Francisco de Reynoso, aunque se veía en tal aprieto, por su honra, por ser la pendencia con mujeres, no quería dar voces a los suyos pidiéndolos socorro.
A este punto acertó a entrar un soldado en lo bajo del aposento, donde ahogaban a Cabeza de Vaca, y, oyendo el estruendo que encima andaba, alzó los ojos y vio la pierna colgada y, entendiendo que fuese de algún indio porque estaba desnuda, sin calza ni calzado, alzó la espada para cortarla de una cuchillada, mas al mismo tiempo sospechó lo que podía ser por el mucho ruido que sintió arriba y llamó aprisa otros dos compañeros, y todos tres subieron al aposento, y, viendo cuál tenían las indias a Francisco de Reynoso, arremetieron con ellas y las mataron todas, porque ninguna de ellas quiso soltarle ni dejar de darle puñadas y bocados, aunque las mataban. Así libraron de la muerte a Francisco de Reynoso, que estaba ya muy cerca de ella. Este año de noventa y uno en que estoy sacando de mano propia en limpio esta historia, supe, por el mes de febrero, que todavía vivía este caballero en su patria.
Otra suerte, no mejor, sucedió aquel día en Juan Páez, natural de Usagre, que era capitán de ballesteros. El cual, no siendo nada suelto sobre un caballo, sino atado y torpe, quiso pelear a caballo y, andando la batalla a los últimos lances, topó un indio que, aunque se iba retirando, todavía peleaba. Juan Páez arremetió con él, y sin tiempo, maña ni destreza, que no la tenía, le tiró una lanzada. El indio, hurtando el cuerpo, apartó de sí la lanza con un trozo de pica de más de media braza que por arma llevaba y, tomándolo a dos manos, le dio un palo en medio de la boca que le quebró cuantos dientes tenía, y, dejándolo aturdido, se acogió y puso en salvo.